La línea había muerto.
Había muchas palabras y frases sin mencionar. El miedo se había filtrado entre las sábanas y me cubría como una vez tú lo hiciste. La seguridad de que el mundo allá fuera estaría mejor se había esfumado con ese “también te amé” dicho al final.
Oír tu voz una última vez fue doloroso. Especialmente cuando era aquella voz la que me liberaba del trance, llegando a través de los auriculares cada noche como una suave canción.
La noche era extrañamente más oscura y silenciosa. Sin ti, el frio nocturno tenía forma, alzándose por encima con una guillotina. Las sábanas no eran lo suficientemente gruesas para dar calidez, para hacerme creer que no había ningún monstruo bajo la cama.
Mucho tiempo después, cuando los días retomaron el gris acostumbrado; busqué por todos lados la forma de saber de ti. Sabía que huías y te escondías, que no querías saber de mí. Y verte a su lado, como si aquella noche no hubiese existido, fue el último clavo en el ataúd de nuestra perfecta sincronía.
Una soledad perpetua se abalanzó, haciéndome dudar de si aquellas últimas palabras habían sido reales. ¿Algo siquiera lo fue?
Éramos dos extraños dispuestos a darlo todo, ¿Qué fue lo que se perdió?
En lo desconocido de nuestra relación conocí la esperanza. Un matiz más brillante de la vida que pretendo conservar aun cuando el futuro parezca más oscuro. Tu presencia fue efímera y dejó huellas eternas, sellando un amor imposible con el pasar de los años.
Si alguna vez prestas atención, escuchas esa línea muerta a mitad de la noche, sabrás que las lágrimas fueron el consuelo de una tristeza marcada por tu adiós. La herida aún más profunda de tu indiferencia y el vacío de un amor que no sería más.
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